No hace falta ser un experto en la situación legal de Puerto Rico para percatarse que el doble estándar de la respuesta federal a la emergencia en la isla, así como la inclinación de ponerle controles adicionales de ejercicio presupuestal con motivo del proceso de reconstrucción, pone en evidencia el estatus menguado que mantiene como territorio colonizado por los Estados Unidos.
Se requirió de un desastre de dimensiones inéditas y de las presiones de numerosos legisladores estadounidenses para lograr, por ejemplo, la exención temporal de las leyes de cabotaje que desde hace un siglo constriñen el tráfico de mercancías entre la isla y el territorio continental a barcos registrados o construidos en Estados Unidos.
Es entendible por ello el reclamo al Congreso del gobernador de la isla, Ricardo Roselló, cuando pidió en su reciente visita a Washington que la isla –es decir los ciudadanos estadounidenses que la habitan—reciban el mismo trato que los residentes de Texas o Florida cuando se trate de un desastre natural. Nada más y nada menos.
Aun cuando las autoridades de la isla estimaron las necesidades de la isla en 94,000 millones de dólares, no sólo para reedificar sino para mejorar una infraestructura caduca y vulnerable, la Casa Blanca respondió con una petición suplementaria al Congreso por 44,000 millones, la mayoría para Texas y Florida. ¿Y Puerto Rico? Cualquier petición especia tendrá que esperar.
Más allá sobre si el movimiento táctico de la Oficina de Administración y Presupuesto (OMB) de la Casa Blanca complica las posibilidades de que los fondos se aprueben dentro del paquete presupuestal que debe ser aprobado en diciembre, cuál es el mensaje que se les envía a los ciudadanos estadounidenses que residen en la isla. ¿Es una confirmación perversa de que nuestros hermanos puertorriqueños son tratados en esencia como ciudadanos de segunda?
Aunque la argumentación de la Casa Blanca es que los fondos para la isla serán incluidos en una segunda petición suplementaria, es obvio que la isla tiene necesidades urgentes y perentorias que ameritan una respuesta decidida e inmediata del gobierno federal. Cuando se trata de alimentar, educar y brindar atención médica a los damnificados, no hay demora justificable.
Por ello tiene sentido que los combativos legisladores de origen puertorriqueño en el Congreso de los Estados Unidos cuestionen si en efecto la administración del presidente Trump tiene la voluntad política de ayudar a Puerto Rico de manera integral, no sólo en el periodo post-desastre sino en asuntos como el alivio de su deuda y de la situación de Medicaid para los más desvalidos.
Aún hay tiempo para reconocer que Puerto Rico merece ser tratado como un adulto en la mesa de la sociedad estadounidense. Y esa reafirmación pasa por hacer un balance generoso de sus necesidades actuales y futuras, así como del derecho que tiene de ejercer el gasto con la autonomía que le corresponde a quienes representan a más de 3.4 millones de ciudadanos estadounidenses.
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