La asunción del nuevo presidente de México Andrés Manuel López Obrador es un episodio histórico, no sólo por la legitimidad inequívoca de los 30 millones de votos que obtuvo en la elección presidencial de julio pasado, mas que ningún otro candidato presidencial mexicano en la historia, sino porque ganó abanderando una ambiciosa agenda de cambio, pero no cualquier cambio: una transformación profunda de México y de los mexicanos, encapsulada en la filosofía de una purificación moral de la sociedad en su conjunto.
La reacción del presidente Donald Trump hacia el nuevo gobierno mexicano fue hasta cierto punto inesperada por su tono y alcance. No sólo felicitó al nuevo líder político de los mexicanos, sino que hizo votos por una buena relación con su vecino del sur. A la toma de posesión acudieron tanto su hija Ivanka como el vicepresidente Mike Pence. Fueron señales claras de querer dejar atrás la perversa estrategia política de Trump de usar a los mexicanos como chivos expiatorios de los problemas de Estados Unidos. Al menos por ahora existe pues una luna de miel.
Y es que se trataría de un reconocimiento implícito de que, especialmente en este momento histórico, los Estados Unidos necesitan más de México, que a la inversa. Miles de migrantes centroamericanos aguardan en las puertas de la garita de San Ysidro y miles más vienen en camino desde el Triángulo del Norte.
Bajo este contexto tuvo sentido que uno de los primeros actos de gobierno del presidente López Obrador haya sido firmar un acuerdo de plan de desarrollo integral con Honduras, Guatemala y El Salvador, a fin de impulsar las oportunidades en la región y por lo tanto ayudar a reducir las presiones migratorias de los centroamericanos que buscan emigrar a los Estados Unidos, un fenómeno que llegó para quedarse a menos que se puedan atacar las causas de raíz que originan el fenómeno migratorio.
En el mismo sentido positivo debe verse el hecho de que el designado secretario mexicano de relaciones exteriores Marcelo Ebrard haya decidido viajar el fin de semana de la toma de posesión a Washington, antes que a sus nuevas oficinas en la cancillería. Se reunió con el secretario de Estado Mike Pompeo y la secretaria de seguridad interna Kirstjen Nielsen. Dejó en claro su principal objetivo es compartir con Estados Unidos una visión común de desarrollo económico, político y social para los próximos años.
El gobierno del presidente López Obrador no ha ocultado su interés en persuadir a la administración Trump de forjar un ambicioso plan de desarrollo para el sur de México y Centroamérica, una idea que parece estar interesando al menos al jefe de la diplomacia estadounidense. De su parte, Washington ha enviado señales de que espera el apoyo de México para darle una solución práctica al procesamiento de centroamericanos que buscan asilo en los Estados Unidos.
Aún si descontamos imprevisibilidad del presidente Donald Trump, quien puede cambiar de opinión en cualquier momento, se trata de un buen comienzo para la relación entre México y los Estados Unidos, que el próximo año tendrá el reto adicional de lograr la ratificación del nuevo acuerdo de libre comercio. La realidad parece haber disuado al presidente estadounidense de lo que el resto del mundo ya sabíamos: que México es un socio estratégico clave y que la seguridad y la prosperidad de ambos están irremediablemente entrelazadas.
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